El auge de los falsos demócratas

Con la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos se ha completado un ciclo: volvemos a los tiempos en que las dictaduras de América Latina son toleradas y hasta aceptadas, con la condición —eso sí— de que cumplan con ciertos requisitos. Un grupo de dictadores del siglo XXI se ha consolidado en la región y los demócratas, o los que pretenden serlo, conviven con ellos y hasta se abrazan cordialmente en todas las reuniones internacionales en las que con tanto gusto suelen encontrarse. Ni una voz se alza contra los nuevos dueños del poder; ni una crítica, aunque sea indirecta, se les dirige.

El último caso de una dictadura que se consolida es el de Bolivia, donde Evo Morales camina a paso firme para reelegirse otra vez y permanecer así dos décadas completas en el Gobierno. Ya antes lograron algo similar Rafael Correa, el ecuatoriano, y Daniel Ortega, el nicaragüense, siguiendo una modalidad de Gobierno que había iniciado en Venezuela Hugo Chávez —ya en 1999— y que continúa su sucesor, Nicolás Maduro. Los Kirchner quisieron hacer algo similar en Argentina aunque fallaron; por poco, eso sí. En Brasil, aunque se está lejos aún de la dictadura, el Partido Trabalhista de Lula y de Rouseff se aferra con uñas y dientes al poder, a pesar de los bien documentados casos de enorme corrupción que se les atribuyen.

Para que una dictadura sea aceptada en este siglo se requiere, eso sí, que organice bien una farsa democrática. La receta es sencilla: hay que ganar primero una elección aceptando las reglas del juego y después, desde el mismo estado, se van invadiendo y controlando los demás poderes, se altera el proceso electoral —mediante presiones, dádivas enmascaradas de programas sociales y cambios al padrón de votantes— y ya está: se pueden ganar las elecciones subsiguientes, se tiene un Congreso dócil y el gobernante puede ir cambiando la Constitución y las reglas del juego para permanecer indefinidamente en el poder.

En ese sentido estamos peor que en décadas pasadas: entre 1950 y 1980 casi todas las dictaduras eran de corte militar, muchas de ellas anticomunistas o desarrollistas, pero en todos los casos los militares prometían siempre un “retorno a la democracia” que, aunque poco definido casi siempre, se presentaba como una meta después de su transitoria tenencia del poder.

Así llegaron al gobierno, gracias a elecciones libres, Raúl Alfonsín, Belaúnde Terry, Vinicio Cerezo, José Sarney y Patricio Aylwin, en Argentina, Perú, Guatemala, Brasil y Chile, por ejemplo, entre otros casos que sería largo mencionar. Pero ahora no: Morales y Maduro, Correa y Ortega, se presentan como gobernantes democráticos a los que resulta casi imposible desterrar del poder mediante elecciones: todo lo controlan, desde el organismo electoral hasta la prensa, desde el poder judicial hasta el Ejército. Siguen el ejemplo y la inspiración de los hermanos Castro, a quienes admiran, mientras van edificando la cárcel del nuevo absolutismo que oprime a sus pueblos.

Pero lo más grave es que el resto de los gobernantes de nuestra región no solo los toleran o los aceptan, sino que los respaldan en momentos difíciles, los abrazan y muestran una solidaridad con ellos que los refuerza y consolida en el poder. Hasta Europa y los Estados Unidos, que se supone defienden los valores de la democracia liberal, optan por respaldarlos y, en algunos casos, hasta por favorecerlos abiertamente. Lo que sería intolerable allá, en esos países del norte, se considera apropiado para nosotros, tal vez dejando traslucir un poco de ese racismo que heredaron de su pasado como colonialistas e imperialistas.

La situación, por desgracia, no es fácil de cambiar. Nuestros movimientos ciudadanos y los partidos realmente democráticos se encuentran inermes frente a esta expansión de unas dictaduras que violan a cada paso el estado de Derecho, la alternabilidad en los cargos públicos y la básica división de poderes que tanto se valoran en los Estados Unidos y en Europa.

Y con estas nuevas dictaduras corren peligro, también, las naciones en que todavía se respetan las normas mínimas de la convivencia política, que por suerte aún son mayoría en América Latina. Los gobernantes de estas naciones, si tuvieran un poco de lucidez, deberían trazar entonces una línea clara que demarcara con precisión la diferencia entre ellos y los nuevos dictadores absolutistas. Ojalá lo hagan porque si no, lo lamentamos, todos estaremos en peligro de caer en formas de gobierno que parecían ya felizmente superadas.

Carlos Sabino, PanamPost.com

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