La inexplicable tolerancia con los incompetentes

Un desgastado y recurrente debate sobre las nuevas versiones del nepotismo ha vuelto al ruedo. Aquella vieja costumbre de la política de contratar familiares en cargos estatales permanece totalmente intacta.

Es evidente que esta inextinguible impronta de los dirigentes clásicos goza de muy poca transparencia, especialmente cuando se lo oculta deliberadamente y se esmeran en que nadie lo divulgue demasiado.

Puede ser una decisión éticamente cuestionable, sobre todo cuando se sabe que en ciertas posiciones existen personas más preparadas para cubrir esos puestos que requieren de un cúmulo de conocimientos técnicos.

Este esquema tradicional no solo sigue su curso de rutina, sino que ahora se ha perfeccionado apelando a nuevos ardides, mucho más ocurrentes, que le permitieron ampliar su campo de acción hasta límites insospechados.

Para los lugares electivos ya se ha constituido en una infame costumbre postular a quienes llevan el mismo apellido de quien, circunstancialmente, está impedido normativamente de aspirar a un nuevo mandato. Hijos, hermanos, primos y hasta padres, son una opción para esta maniobra.

Con mucho mayor cinismo, y sin pudor alguno, se utilizan espacios femeninos para proponer a esposas, hermanas, primas, madres e hijas para colarse en ese indignante cupo de género disfrazado de conquista social.

El enfoque de la discusión ha sido, hasta ahora, alevosamente sesgado. Unos y otros han intentado generar un clima muy particular llevando agua para su molino y utilizando esta controversia con un sentido demagógico.

La portación de un apellido no es, necesariamente, un ingrediente negativo. En ciertas tareas específicas de extrema confianza hasta podría ser considerado como un meritorio atributo de valor nada despreciable.

Lo absolutamente llamativo en esta polémica, tan escandalosa como hipócrita, es que se ha decidido ignorar, sin decoro alguno, el verdadero meollo de la cuestión, ese que realmente impacta en los ciudadanos.

El punto central, cíclicamente desdeñado, es la ineficiencia intrínseca del Estado en todas sus formas. La indisimulable incapacidad de sus miembros para resolver asuntos y su inercia dilapidadora es la verdadera tragedia.

Nadie parece estar dispuesto a cuestionar la eterna discrecionalidad política para designar a sus integrantes de todos los niveles, ni tampoco a revisar la patética dinámica usada para seleccionar a los funcionarios de mayor rango.

Los mecanismos arbitrarios solo alimentan la inagotable inoperancia, generan resquicios por donde se desliza irremediablemente la corrupción, se escurre el favoritismo partidario y la mediocridad le gana a la excelencia.

No sería demasiado sofisticado intentar una deseable jerarquización de la gestión de los servidores públicos, sometiéndolos a exigentes concursos y exámenes de calidad en los que demuestren sus talentos para la labor.

A la ya objetable potestad de los políticos para proclamar funcionarios se agrega su inescrupulosa tendencia a hacerlo sin criterio suficiente. Mucho más preocupante es esto aún, cuando se trata de sus colaboradores más cercanos y de esos que tendrán las mayores responsabilidades.

La inmensa mayoría de esos funcionarios han sido elegidos unilateralmente por el poderoso de turno, sin sensatez, método profesional alguno, ni la necesidad de alcanzar un estándar mínimo para cumplir su cometido.

Así las cosas, los resultados de ese desordenado proceso son totalmente predecibles. Un grupo de personas, con escasa preparación, que nunca trabajó en equipo, con conocimientos difusos e incompletos, no puede lograr nada de lo que luego se pueda estar genuinamente orgulloso.

Este combo que no tiene justificación alguna, que ninguna persona de bien podría defender sin sonrojarse, permanece indemne sin que nadie proponga abordar una urgente reforma profunda que modifique este rumbo.

No se puede esperar que la clase política lidere esas imprescindibles transformaciones. Son ellos los principales beneficiarios de este enorme desmadre. Es ese caos el que los habilita sin restricciones, para hacer lo que sea necesario y “acomodar” a sus alfiles sin pasar por filtro alguno.

Por eso es muy difícil comprender, desde la racionalidad, la actitud ciudadana de crisparse ante la designación de algunos parientes de ciertos políticos mientras se pasa por alto la inmensa cantidad de inútiles que pululan en todas las jurisdicciones de la administración estatal.

La sociedad se ofende por lo que parece burdo, pero admite livianamente que miles de agentes públicos, trabajen a desgano, sin compromiso alguno, abusando de las ventajas que una maraña de leyes ridículas les permiten.

Hasta que la gente no comprenda la verdadera gravedad del asunto, el impacto que tiene en sus vidas esta perversa maquinara y los pésimos servicios que recibe del Estado como supuesta contraprestación a los abultados e impagables impuestos que abona, nada bueno sucederá.

El primer paso consiste en dejar de naturalizar lo inadmisible. No se puede soportar, con tanto desdén, la interminable lista de situaciones inaceptables con las que se convive. Hasta que eso no ocurra, todo seguirá igual.

Reaccionar desmesuradamente ante la presunta inmoralidad que se deriva de la presencia de familiares en los gabinetes políticos mientras se acepta mansamente que una abrumadora mayoría de empleados estatales estafen a la comunidad a mansalva no parece una postura demasiado inteligente.

Si la gente se siente insultada por los políticos que promueven parientes para ocupar puestos públicos y, al mismo tiempo, no tiene la decisión de ser más vehemente para exigir mayores niveles de competencia y eficiencia a los estatales, seguirá cayendo en la trampa de minimizar los importante.

Se puede entender que ciertas determinaciones políticas incomoden a la sociedad y que sean asumidas como una falta de respeto, pero resulta muy difícil comprender la inexplicable tolerancia con los incompetentes.

 

Alberto Medina Méndez

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