Revolución Bolchevique, 100 años de horror

“En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y las traiciones.

Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio”.

Esto fue lo que confesó Eugenia Guinzburg en sus memorias, publicadas por primera vez en 1967 en Italia, pero escritas entre 1949 y mediados de los años ’50.

Guinzburg era una joven profesora de historia y periodista orgullosa de la revolución bolchevique. Había nacido en 1904 en Moscú pero se trasladó junto a su familia a Kazán, donde estudió Ciencias Sociales.

A mediados de la década del ’30, a sus 31 años, se la acusó de actividades “contrarrevolucionarias” y se la sentenció – en un juicio de siete minutos- a 10 años de prisión. La separaron de sus dos hijos, uno de los cuales tenía tres años, y del resto de su familia, de un día para el otro. Al primero de ellos no lo volvió a ver jamás, puesto que murió durante la Segunda Guerra Mundial.

Su condena inicial de 10 años se estiró a 18. Fueron largos períodos en los cuales conoció la crueldad y la miseria de los Gulag. En su libro “El Vértigo” relata con detalles las condiciones extremas de frío, hambre, humillaciones, torturas y enfermedades que los reclusos debían enfrentar. Ella, de hecho, casi pierde la vida a causa de una avitaminosis.

Un régimen de odio y terror

El caso de Guinzburg es solo uno de los millones que ocurrieron. Se estima que entre 10 y 20 millones de personas perdieron su vida en los campos de trabajo del régimen comunista soviético.

Si bien algo similar a dichos campos existía antes de la revolución de octubre de 1917, lo cierto es que a partir de la llegada de Stalin al poder, los Gulag se convirtieron en los lugares de reclusión y castigo de todo aquel que pudiera considerarse un enemigo político de la revolución.

El sistema comunista, supuestamente instaurado para abolir las clases sociales y redimir a los trabajadores oprimidos, terminó siendo una maquinaria de opresión y terror, donde casi estaba prohibido pensar de manera crítica.

Este devenir trágico y repudiable no resulta sorprendente para los estudiosos de las bases filosóficas del comunismo. La ideología marxista sobre la cual se erigió el sistema mostraba un irreconciliable conflicto entre clases explotadoras y explotadas. La única salida a este conflicto era la dictadura del proletariado y el “gobierno del pueblo”.

Sin  embargo, una vez que se le da a un  grupo de personas el poder absoluto y se concede que son ellos quienes representan “al pueblo”, todos los que cuestionen al poder estarán cuestionando a esa entidad idealizada. De ahí a ser considerados enemigos de la revolución hay un solo paso. Y de ser enemigo de la revolución a dejar de ser considerado persona y confinado a la miseria del Gulag, otro.

La filósofa y novelista rusa Ayn Rand lo explicaba claro:

Dado que no existe una entidad tal como “el público”, dado que éste no es sino una cantidad de individuos, todo conflicto presunto o implícito entre el “interés público” y los intereses privados significa que deberán sacrificarse los intereses de ciertos hombres en favor de los intereses y los deseos de otros.

Puesto que el concepto es tan convenientemente indefinible, su uso depende sólo de la habilidad de una pandilla que proclama: “El público soy yo” y sostener esa aseveración con el uso de la fuerza.

No solo Stalin, sino todos los líderes comunistas sostuvieron que “el público eran ellos” y que todo elemento contrario a sus decisiones era pasible de ser acomodado con la fuerza del estado.

Un desastre económico

La revolución bolchevique no solo se puso como objetivo “expropiar a los expropiadores”, sino que planteaba que su sistema económico sería increíblemente superior al del anárquico capitalismo occidental.

El comunismo, al centralizar las decisiones de producción en el órgano de representación de los trabajadores, llevaría a la sociedad desde el “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”.

Lo segundo, a la luz de lo que recientemente vimos con la carnicería de los Gulag, es claro que no sucedió. Los bolcheviques se cargaron la libertad antes que cualquier otra cosa.

Ahora en términos de la economía, el reino de la necesidad recrudeció. Es que al mismo tiempo que la Unión Soviética enviaba cohetes al espacio, su sistema productivo no era suficientemente efectivo para alimentar a su población.

Las hambrunas de 1921 y de 1932-33 son un ejemplo cabal y dramático de lo mal que funcionó la economía soviética.

Esto tampoco fue sorprendente para los economistas.

Una economía sin propiedad privada ni precios no puede dar lugar a la producción eficiente.

Además, la propiedad estatal hace desaparecer los incentivos a producir mayores bienes y servicios y de mayor calidad. Una vez derribado el Muro de Berlín, los productos soviéticos desaparecieron del mercado, prueba contundente de que detrás de la Cortina de Hierro nada servía realmente a los consumidores.

Centenario y símbolos del horror

El 25 de octubre de este año se cumple el primer centenario del día en que el Partido Bolchevique tomó el poder en Rusia.

El sistema político que se impuso de allí en adelante, y que perduró por siete décadas, fue una dictadura que persiguió, encarceló y condenó a muerte a millones de ciudadanos.

El sistema económico fue igualmente cruel, privilegiando las decisiones de la burocracia por encima de las de la gente operando en libertad.

A 100 años del comienzo del horror, es llamativo que siga habiendo partidos políticos y jóvenes desinformados que exhiban banderas y remeras con el símbolo de la hoz y el martillo.

A la luz de los datos, parece buen momento para reconsiderar dicha actitud.

Iván Carrino

Fuentes: PanamPost

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